by Eric J. Weiner
Border culture is a project of ‘redefinition’ that conceives of the border not only as the limits of two countries, but also as a cardinal intersection of many realities. In this sense, the border is not an abyss that will have to save us from threatening otherness, but a place where the so-called otherness yields, becomes us, and therefore comprehensible–Guillermo Gomez-Peña, 1986
La cultura fronteriza es un proyecto de “redefinición” que concibe la frontera no sólo como los límites de dos países, sino también como una intersección cardinal de muchas realidades. En este sentido, la frontera no es un abismo que deba salvarnos de la otredad amenazante, sino un lugar en el que la llamada otredad cede, se convierte en nosotros y, por tanto, es comprensible–Guillermo Gómez-Peña, 1986
Nelson Mandela, in a speech inaugurating the Nelson Mandela Children’s Fund, said, “There can be no keener revelation of a society’s soul than the way in which it treats its children.” Echoing his words, the authors of UNICEF’s Child Poverty Report write, “The true measure of a nation’s standing is how well it attends to its children – their health and safety, their material security, their education and socialization, and their sense of being loved, valued, and included in the families and societies into which they are born.” As people in the U.S. and throughout the world bear witness to other people’s children languishing in overcrowded facilities along the southern border of the United States, I think a more keener revelation of a nation’s soul and a measure of its standing is how well it treats other people’s children—their health and safety, their material security, their education and socialization, and their sense of being loved and valued.
Nelson Mandela, en un discurso de inauguración del Fondo Nelson Mandela para la Infancia dijo: “No puede haber una revelación más aguda del alma de una sociedad que la forma en que trata a sus niños”. Haciéndose eco de sus palabras, los autores del Informe sobre la Pobreza Infantil de UNICEF escriben: “La verdadera medida del prestigio de una nación es lo bien que atiende a sus niños: su salud y seguridad, su seguridad material, su educación y socialización, y su sensación de ser amados, valorados e incluidos en las familias y sociedades en las que nacen”. Mientras la gente en Estados Unidos y en todo el mundo es testigo de cómo los niños de otras personas languidecen en instalaciones superpobladas a lo largo de la frontera sur de Estados Unidos, creo que una revelación más aguda del alma de una nación y una medida de su posición es lo bien que trata a los niños de otras personas: su salud y seguridad, su seguridad material, su educación y socialización, y su sentido de ser amados y valorados.
The title of this essay is borrowed from Lisa Delpit’s influential book, Other People’s Children (1995), in which she studied the implications—pedagogical, cultural, political—of white teachers who taught poor, black and brown children. Delpit’s research revealed the quiet (and not so quiet) ways that white teachers’ racial and class identities negatively impacted, against their best intentions, black and brown students’ intellectual, emotional and linguistic development. Her work, more broadly, contributed to the theoretical literature on “otherness” in unique and significant ways; it brought attention to the pedagogical implications of “difference” within the context of school as well as revealed the cultural repercussions of othering in a society that is not just hostile to difference, but demands its eradication, erasure, silence, administration, marginalization, or assimilation. When those strategies ultimately fail, and they always do—the human drive for freedom is matched only by its will to power—coercion, criminalization, hegemony, incarceration, and/or exploitation are employed as the primary disciplinary techniques of redundant disposability. According to Zygmunt Bauman, modern life is characterized by the obsessive production of disposable people “for whom there is no good room in society, therefore they should be either separated from the rest and put somewhere in an enclosure, or completely disposed of—very often, particularly in our times, just left to their own initiative what to do with themselves.” In Delpit’s formulation, it’s not the care of “people’s children” that challenges the moral imperatives of radical love, justice, and democracy, but other people’s children; the adjective “other” creates an arbitrary but potentially brutal delineation of power between center and margin, them and us. Constructions and representations of “the other”—stranger, suspect, perpetrator, predator, criminal, miscreant, threat, delinquent—provide the rationalization for the moral ambivalence currently being shown to other people’s children at the Mexico/U.S. border.
El título de este ensayo está tomado del libro seminal de Lisa Delpit, Other People’s Children (1995), en el que estudió las implicaciones -pedagógicas, culturales y políticas- de los profesores blancos que enseñaban a niños pobres, negros y morenos. La investigación de Delpit reveló las formas silenciosas (y no tan silenciosas) en que las identidades raciales y de clase de los profesores blancos afectaban negativamente, en contra de sus mejores intenciones, al desarrollo intelectual, emocional y lingüístico de los alumnos negros y morenos. Su trabajo, más ampliamente, contribuyó a la literatura teórica sobre la “otredad” de manera única y significativa; llamó la atención sobre las implicaciones pedagógicas de la “diferencia” en el contexto de la escuela, así como reveló las repercusiones culturales de la otredad en una sociedad que no sólo es hostil a la diferencia, sino que exige su erradicación, borrado, silencio, administración, marginación o asimilación. Cuando estas estrategias acaban fracasando, y siempre lo hacen -el impulso humano por la libertad sólo es comparable con su voluntad de poder-, la coacción, la criminalización, la hegemonía, el encarcelamiento y/o la explotación se emplean como recordatorios disciplinarios de quién es desechable. Según Zygmunt Bauman, la vida moderna se caracteriza por la producción obsesiva de personas desechables “para quienes no hay un buen lugar en la sociedad, por lo tanto, deben separarse del resto y colocarse en algún lugar en un recinto, o eliminarse por completo, muy a menudo , particularmente en nuestros tiempos, simplemente dejaron a su propia iniciativa qué hacer con ellos mismos.” En la formulación de Delpit, no es el cuidado de los “niños de la gente” lo que desafía los imperativos morales del amor radical, la justicia y la democracia, sino los niños de otras personas; el adjetivo “otro” crea una delineación de poder arbitraria pero potencialmente brutal entre el centro y el margen, ellos y nosotros. Las construcciones y representaciones del “otro” -extraño, sospechoso, perpetrador, depredador, criminal, malhechor, amenaza, delincuente- proporcionan la racionalización de la ambivalencia moral que se muestra actualmente con los niños de otras personas en la frontera entre México y Estados Unidos.
Constructions and representations of otherness begin with language. When the children interned at the southern border are referred to as “minors,” “unaccompanied migrants” or “young men/women” as opposed to children, children refugees, or boys/girls they become something other than children with inalienable rights who are in desperate need not just of basic necessities like food, clothing, medicine, and shelter, but of love and care as well. Through the lenses of juridical and geo-political discourses, we are encouraged to see them not as if they are our own children, but as something alien and potentially threatening; these discourses reframe the state’s responsibility to the children at the border and the children’s relationship to the people already living within the state.
Las construcciones y representaciones de la alteridad comienzan con el lenguaje. Cuando a los niños internados en la frontera sur se les llama “menores”, “migrantes no acompañados” o “hombres/mujeres jóvenes”, en lugar de niños, niños refugiados o niños/niñas, se convierten en algo distinto a niños con derechos inalienables que necesitan desesperadamente no sólo necesidades básicas como comida, ropa, medicinas y refugio, sino también amor y cuidados. A través de las lentes de los discursos jurídicos y geopolíticos, se nos anima a verlos no como si fueran nuestros propios hijos, sino como algo ajeno y potencialmente amenazante; estos discursos replantean la responsabilidad del Estado hacia los niños en la frontera y la relación de los niños con las personas que ya viven en el Estado.
Within these juridical and geo-political discourses, the children’s parents suffer a double offense; they are linguistically demonized and physically erased. Their presence appears only as a shadow cast from the adjective “unaccompanied,” a sign of their otherness that marks their children as abandoned, a thing unwanted, thrown away, disposable. Watching so many children released alone into the borderland, instead of waking people up to the horrors from which they are trying to escape; instead of encouraging people to reflect upon how bad circumstances must become before they would ever give over their children to another country’s border patrol on the promise of a better life, we are positioned to think about these children’s parents as neglectful, criminal, stupid, or opportunistic. The children of these parents—often traumatized from their journey and internment—are not seen as children with problems, but instead are represented as the problem.
Dentro de estos discursos jurídicos y geopolíticos, los padres de los niños sufren una doble ofensa: son demonizados lingüísticamente y borrados físicamente. Su presencia aparece sólo como una sombra proyectada desde el adjetivo “no acompañado”, un signo de su alteridad que marca a sus hijos como abandonados, una cosa no deseada, desechada, desechable. Al ver a tantos niños liberados solos en la frontera, en lugar de despertar a la gente a los horrores de los que están tratando de escapar; en lugar de animar a la gente a reflexionar sobre lo mal que deben estar las circunstancias para que alguna vez entreguen a sus hijos a la patrulla fronteriza de otro país con la promesa de una vida mejor, estamos posicionados para pensar en los padres de estos niños como negligentes, criminales, estúpidos u oportunistas. Los hijos de estos padres -a menudo traumatizados por su viaje e internamiento- no son vistos como niños con problemas, sino que se les representa como el problema.
In a widely circulated editorial, Betsy McCaughey, former lieutenant governor of New York, warns parents in the United States with school-age children that “The media show photos of young migrant children. Don’t fall for that. Three-quarters of these unaccompanied minors are young men ages 15 to 17.” Although it is true, according to reports from The Washington Post, that three quarters of the children are boys between the ages of 15-17, by describing the children as “young men,” even as she acknowledges that the children of whom she is referring are between the ages of 15-17, is a perniciously manipulative reframing of U.S. law, the United Nation’s Convention on the Rights of the Child, and the cultural norms concerning childhood (for white children of the upper classes) in the United States. By doubling down on the idea that 15-17 years old brown boys from Central America are potentially violent “young men,” she taps into the xenophobic and racist fantasies of her readership and, more generally, a population deeply suspicious of immigrants, particularly those arriving from the south. Like George Bush’s manipulation of Willie Horton’s crime in the 1988 presidential campaign, McCaughey uses deceptively subtle language to provoke the racist passions of white parents; there are few images more provocative than those of brown and black “young men” preying on innocent white (female) children in school and lurking on the borders of their de facto segregated neighborhoods.
En un editorial muy difundido, Betsy McCaughey, ex vicegobernadora de Nueva York, advierte a los padres de Estados Unidos con hijos en edad escolar que “los medios de comunicación muestran fotos de niños pequeños migrantes. No caigan en eso. Tres cuartas partes de estos menores no acompañados son jóvenes de 15 a 17 años”. Aunque es cierto, según los informes de The Washington Post, que tres cuartas partes de los niños son varones de entre 15 y 17 años, al describir a los niños como “hombres jóvenes”, incluso cuando reconoce que los niños a los que se refiere tienen entre 15 y 17 años, es una reescritura perniciosa de la ley estadounidense, de la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño y de las normas culturales relativas a la infancia en Estados Unidos. Al redoblar la idea de que los niños morenos de 15 a 17 años procedentes de Centroamérica son “jóvenes” potencialmente violentos, la autora se adentra en las fantasías xenófobas y racistas de sus lectores y, en general, de una población que desconfía profundamente de los inmigrantes, especialmente de los que llegan del sur. Al igual que la manipulación de George Bush del crimen de Willie Horton en la campaña presidencial de 1988, McCaughey utiliza un lenguaje engañosamente sutil para provocar las pasiones racistas de los padres blancos; hay pocas imágenes más provocativas que las de los “jóvenes” marrones y negros que se aprovechan de sus inocentes hijos blancos (mujeres) en la escuela y que acechan en los límites de sus barrios segregados de facto.
These constructions of otherness turn our attention away from an ethic of care and a border pedagogy of radical love and toward a nationalistic system of surveillance, discipline and punishment. The children (and their parents) are criminalized for doing nothing but fleeing violence and poverty, caused, in large part, by U.S. foreign policy in the region from the 70’s into our current times. As Kay Hubbard, director of International Programs at the University of Washington (1981 to 1998), correctly points out:
For more than 60 years, U.S. foreign and economic policies in the region have greatly contributed to increasing desperation there. Most Americans will never see firsthand the impact of misguided, failed foreign and economic U.S. policies that result in the fears that Hondurans, Guatemalans and Salvadorans face daily. What Americans do see is the arrival of children at the border — a consequence of billions of U.S. tax dollars wasted over decades propping up generals and oligarchs. The U.S. drug war, launched in 1971 by President Nixon, pushed cartels from Colombia into Central America. Latin American leaders implored the U.S. to take a different approach to drug consumption in this country. In spite of that, the Obama administration continues to fund this failed so-called drug war pouring hundreds of millions of U.S. tax dollars into training corrupt police and security forces in Honduras and Guatemala in the name of fighting drug trafficking. U.S. support of brutal regimes in Guatemala and Honduras fuels the violence and instability that makes life unbearable for ordinary citizens. The U.S. government supported the 2009 military coup in Honduras, and continues to support the illegal coup government there. Gang violence, especially in El Salvador, has its roots in the United States. The maras, international criminal organizations that terrorize Central American communities, were exported back home from Los Angeles street gangs and metastasized in the chaotic wake of the civil wars the U.S. government stoked.
Estas construcciones de la otredad alejan nuestra atención de una ética del cuidado y una pedagogía fronteriza del amor radical y la dirigen hacia un sistema nacionalista de vigilancia, disciplina y castigo. Los niños (y sus padres) son criminalizados por no hacer otra cosa que huir de la violencia y la pobreza, causadas, en gran parte, por la política exterior de Estados Unidos en la región desde los años 70 hasta nuestros días. Como señala acertadamente Kay Hubbard, directora de Programas Internacionales de la Universidad de Washington (1981 a 1998)
Durante más de 60 años, la política exterior y económica de Estados Unidos en la región ha contribuido en gran medida a aumentar la desesperación allí. La mayoría de los estadounidenses nunca verán de primera mano el impacto de las equivocadas y fallidas políticas exteriores y económicas de Estados Unidos que dan lugar a los temores a los que se enfrentan diariamente los hondureños, guatemaltecos y salvadoreños. Lo que sí ven los estadounidenses es la llegada de niños a la frontera, una consecuencia de los miles de millones de dólares de los impuestos estadounidenses despilfarrados durante décadas para apuntalar a generales y oligarcas. La guerra contra las drogas de Estados Unidos, lanzada en 1971 por el presidente Nixon, empujó a los cárteles de Colombia hacia Centroamérica. Los líderes latinoamericanos imploraron a Estados Unidos que adoptara un enfoque diferente respecto al consumo de drogas en este país. A pesar de ello, el gobierno de Obama sigue financiando esta fallida llamada guerra contra las drogas vertiendo cientos de millones de dólares de los impuestos estadounidenses en el entrenamiento de policías y fuerzas de seguridad corruptas en Honduras y Guatemala en nombre de la lucha contra el narcotráfico. El apoyo de Estados Unidos a los regímenes brutales de Guatemala y Honduras alimenta la violencia y la inestabilidad que hace insoportable la vida de los ciudadanos de a pie. El gobierno de Estados Unidos apoyó el golpe militar de 2009 en Honduras, y sigue apoyando al gobierno golpista ilegal de ese país. La violencia de las pandillas, especialmente en El Salvador, tiene sus raíces en Estados Unidos. Las maras, organizaciones criminales internacionales que aterrorizan a las comunidades centroamericanas, fueron exportadas de vuelta a casa desde las pandillas callejeras de Los Ángeles y tuvieron una metástasis en la estela caótica de las guerras civiles que el gobierno estadounidense avivó.
In reference to the current humanitarian crisis at the border, Megan McKenna, a spokeswoman for Kids In Need of Defense explains, “The children are approaching the border now because after fleeing their home countries in Central America, they have not been able to access the border for a year due to Title 42. They are seeking a chance to ask for U.S. protection as they have a right to do under U.S. law.”
En referencia a la actual crisis humanitaria en la frontera, Megan McKenna, portavoz de Kids In Need of Defense explica: “Los niños se acercan a la frontera ahora porque después de huir de sus países de origen en Centroamérica, no han podido acceder a la frontera durante un año debido al Título 42. Buscan una oportunidad para pedir la protección de Estados Unidos, como tienen derecho a hacer según la ley estadounidense”.
As reported by Sarah Childress, “’It’s not surprising, if you look at what’s going on in the region,’ said Jennifer Podkul, senior program officer for migrant rights and justice at the Women’s Refugee Commission, of the rising numbers of young migrants…El Salvador is now considered the murder capital of the world, surpassing Honduras. Gangs there operate with impunity, relying on violence and sexual assault to force compliance. They order young boys to join up, and harm or kill them or their families if they don’t…An increase in gender-based violence and gang violence in Central America during COVID-19, coupled with unprecedented levels of food insecurity following COVID-19 and the hurricanes that ravaged the region late last year, are all driving more children to flee.” When seen through the lens of U.S. geo-political campaigns in Central America, the persistent and increasing waves of refugees—adults and children—at the southern border should come as no surprise. Over the course of several decades, U.S. foreign policies in the region helped give birth to these children now concentrated at internment camps at the border as well as those still trudging through Central America and Mexico, desperate to escape conditions the U.S. helped to create.
Como informó Sarah Childress, “‘No es sorprendente, si se observa lo que está sucediendo en la región’, dijo Jennifer Podkul, oficial senior de programas para los derechos de los migrantes y la justicia en la Comisión de Mujeres Refugiadas, sobre el creciente número de jóvenes migrantes… El Salvador es ahora considerado la capital del asesinato del mundo, superando a Honduras. Las bandas operan con impunidad, recurriendo a la violencia y a las agresiones sexuales para obligar a cumplir. Ordenan a los jóvenes que se alisten, y les hacen daño o los matan a ellos o a sus familias si no lo hacen… El aumento de la violencia de género y de la violencia de las bandas en Centroamérica durante la COVID-19, junto con los niveles de inseguridad alimentaria sin precedentes tras la COVID-19 y los huracanes que asolaron la región a finales del año pasado, están impulsando la huida de más niños”. Cuando se mira a través de la lente de las campañas geopolíticas de Estados Unidos en Centroamérica, las persistentes y crecientes oleadas de refugiados -adultos y niños- en la frontera sur no deberían ser una sorpresa. En el transcurso de varias décadas, las políticas exteriores de Estados Unidos en la región contribuyeron a dar a luz a estos niños que ahora se concentran en los campos de internamiento de la frontera, así como a los que todavía recorren Centroamérica y México, desesperados por escapar de las condiciones que Estados Unidos contribuyó a crear.
I imagine all parents can relate to the moral imperative to protect their children from violence, sexual assault, poverty, and disease. Rather than see the children at the border as “other people’s,” we must begin to see our children in them and their parents in us. We must reject the representations of difference we see in mainstream presses and resist being seduced by the discourse of historical amnesia that informs much of the reporting from the region. This is not a call to erase cultural and ethnic difference, but rather an acknowledgement that for empathy and compassion to operate as levers for social and political justice, we must take an account of, and hold accountable, dominant power’s capacity for distributing pain and suffering inequitably. A radical theory of difference recognizes it as a source of knowledge as well as a rationale for violence and erasure. We must be careful to embrace the former without unintentionally legitimizing the latter. It is imperative we understand that releasing their children into the hands of the U.S. government is not an abdication of their care and love, but the ultimate sacrifice. We must show them that we will treat their children as we would want them to treat ours.
Imagino que todos los padres pueden identificarse con el imperativo moral de proteger a sus hijos de la violencia, las agresiones sexuales, la pobreza y las enfermedades. En lugar de ver a los niños de la frontera como “de otra gente”, debemos empezar a ver a nuestros hijos en ellos y a sus padres en nosotros. Debemos rechazar las representaciones de la diferencia que vemos en la prensa convencional y resistirnos a ser seducidos por el discurso de la amnesia histórica que informa gran parte de la información de la región. No se trata de un llamamiento a borrar las diferencias culturales y étnicas, sino de reconocer que, para que la empatía y la compasión funcionen como palancas de la justicia social y política, debemos tener en cuenta la capacidad del poder dominante para distribuir el dolor y el sufrimiento de forma desigual, y exigirle responsabilidades. Una teoría radical de la diferencia la reconoce como una fuente de conocimiento, así como una razón para la violencia y la eliminación. Debemos tener cuidado de aceptar lo primero sin legitimar involuntariamente lo segundo. Es imperativo que entendamos que entregar a sus hijos a las manos del gobierno de Estados Unidos no es una abdicación de su cuidado y amor, sino el último sacrificio. Debemos demostrarles que trataremos a sus hijos como nos gustaría que trataran a los nuestros.
I hope if I ever find myself desperate enough to hand over my child to people who I do not know—people partially responsible for why I am so utterly desperate—that they will care for her as if she was one of their own. It’s hard for me to imagine giving over my child to anyone under any circumstances unless her life depended on it (and even then, I imagine it would be soul wrenching); but to have to give her over to a government that helped cause the violence and poverty from which we are fleeing is almost too much to bear. If it ever happens, I hope they will provide her a good education. And love. Life-sustaining medicine when she needs it (and she will). A meaningful education, too. I hope they will teach her their language, but respect her home language and culture. I hope they will want to learn from her as much as she needs to learn from them. She can teach them about their own culture as it appears from the vantage point of hers; she’s seen more than a child should. I hope they don’t tell her lies about me, her mother, and our cultural history. I hope they will be able to see how frightened she is and try to comfort her. I hope they will give her water to drink when she gets thirsty. And clean sheets on which to sleep. I hope they will value her knowledge and experience. I hope they don’t exploit her for menial labor and that they embrace her differences for the knowledge, culture, experience, and memories that they carry. I hope they will protect her from sexual predators. I hope they will see promise in her. I hope they will support her curiosity. I hope they will be kind. I hope they will be able to see the beauty in her almond shaped brown eyes and long black hair. I hope they make her giggle and laugh. I hope they will assume she is loved and missed by her parents and grandparents who cherish her. I hope they will try and make her smile, but not think she is mean or difficult because she doesn’t smile easily. She has seen things that make her cry softly in her sleep. I hope they treat her well.
Espero que si alguna vez me encuentro lo suficientemente desesperada como para entregar a mi hija a personas que no conozco -personas en parte responsables de que yo esté tan desesperada-, cuiden de ella como si fuera una de las suyas. Me resulta difícil imaginarme entregando a mi hija a cualquier persona bajo cualquier circunstancia, a menos que su vida dependa de ello (e incluso entonces, imagino que se me desgarraría el alma); pero tener que entregarla a un gobierno que ayudó a causar la violencia y la pobreza de la que estamos huyendo es casi demasiado para soportar. Si alguna vez ocurre, espero que le den una buena educación. Y amor. Medicamentos para mantener la vida cuando los necesite (y lo hará). También una educación significativa. Espero que le enseñen su idioma, pero que respeten su lengua y cultura de origen. Espero que quieran aprender de ella tanto como ella necesita aprender de ellos. Ella puede enseñarles sobre su propia cultura tal y como se ve desde el punto de vista de la suya; ha visto más de lo que una niña debería. Espero que no le cuenten mentiras sobre mí, su madre y nuestra historia cultural. Espero que sean capaces de ver lo asustada que está e intenten consolarla. Espero que le den agua para beber cuando tenga sed. Y sábanas limpias para dormir. Espero que valoren sus conocimientos y su experiencia. Espero que no la exploten para trabajos serviles y que acepten sus diferencias por el conocimiento, la cultura, la experiencia y los recuerdos que conllevan. Espero que la protejan de los depredadores sexuales. Espero que vean en ella una promesa. Espero que apoyen su curiosidad. Espero que sean amables. Espero que sean capaces de ver la belleza de sus ojos marrones almendrados y su largo pelo negro. Espero que la hagan reír y reírse. Espero que asuman que es amada y extrañada por sus padres y abuelos que la aprecian. Espero que intenten hacerla sonreír, pero que no piensen que es mala o difícil porque no sonríe fácilmente. Ha visto cosas que la hacen llorar suavemente en sueños. Espero que la traten bien.
Looking upon the traumatized faces inside the border internment camps, I know, in the absence of radical change in border culture, that my hopes for my own child, if faced with a similar fate, are naive. But like so many desperate parents before me, hope is the only real resource I still have. I know I must be frugal with it or go insane; but when it comes to our children it’s hard to show restraint.
Mirando los rostros traumatizados dentro de los campos de internamiento fronterizos, sé, a falta de un cambio radical en la cultura fronteriza, que mis esperanzas para mi propia hija, si se enfrenta a un destino similar, son ingenuas. Pero como tantos padres desesperados antes que yo, la esperanza es el único recurso real que me queda. Sé que debo ser frugal con ella o volverme loco; pero cuando se trata de nuestros hijos es difícil mostrar moderación.